
El Gobierno a través del secretario de Trabajo Julio Cordero presentó su plan de reforma laboral con la promesa de “modernizar” el empleo. La propuesta de salarios ligados a la productividad y convenios con exigencia mínima despierta alarma entre trabajadores, gremios y especialistas, que advierten sobre un retroceso hacia la flexibilización y la precarización del trabajo formal.
El secretario de Trabajo, Julio Cordero, presentó en el 61º Coloquio de IDEA las líneas centrales de la próxima reforma laboral que pretende instaurar el gobierno de Javier Milei. Con eufemismos de “modernización” y “dinamismo productivo”, el funcionario adelantó que el nuevo esquema buscará “adecuar” los convenios colectivos, establecer “salarios dinámicos” según productividad individual y diferenciar con mayor rigidez a los trabajadores autónomos de los asalariados.
La iniciativa tiene por todo norte reducir los “costos laborales”. Según Cordero, los convenios colectivos “deberían tener una exigencia mínima” basada en la realidad de “la empresa más desfavorecida en la zona más desfavorecida del país”.
En la práctica, esa idea implica nivelar hacia abajo los derechos y salarios de millones de trabajadores: lo que hoy es un piso podría convertirse en el techo de una negociación individualizada. El funcionario aseguró que cada empresa podrá “mejorar” las condiciones, pero el antecedente de las últimas décadas muestra que la libertad patronal rara vez se traduce en mejoras voluntarias.
El concepto de “salario dinámico”que Cordero propone como una forma de “premiar la productividad”, recuerda a los sistemas de pago por rendimiento que, lejos de incentivar la eficiencia, han sido históricamente utilizados para sobreexigir y disciplinar a los trabajadores.
La afirmación de que el salario “no necesariamente deba estar atado a la inflación” confirma que el Gobierno busca desindexar los ingresos de la pérdida del poder adquisitivo, trasladando el riesgo económico al empleado. En un país con inflación persistente, esto puede equivaler a institucionalizar la pérdida salarial.
El principio de “igual paga por igual trabajo” quedaría así desdibujado: un mismo puesto podría remunerarse de forma distinta según criterios discrecionales de “productividad”, concepto difuso y fácilmente manipulable.
Otro de los ejes anunciados es la diferenciación entre trabajo autónomo y relación de dependencia. En teoría, se busca “dar claridad” frente a contrataciones irregulares. Pero en la práctica, podría consolidar el avance del trabajo por cuenta propia como sustituto del empleo formal.
Si se considera “genuinamente autónomo” a quien trabaja sin control horario ni supervisión directa —como insinuó Cordero—, muchos trabajadores actuales quedarían fuera de los convenios, sin derecho a vacaciones, aguinaldo, ni aportes jubilatorios.
En nombre de la “competitividad”, el proyecto parece avanzar hacia un modelo de relaciones laborales fragmentadas, donde cada trabajador negocie su destino de forma individual, debilitando el poder de los sindicatos y la negociación colectiva.
El discurso oficial habla de “sostenibilidad económica” y de “premiar el esfuerzo”. Sin embargo, en un contexto donde el salario real acumula una caída de más del 20 % en dos años y la informalidad supera el 40 %, la reforma podría profundizar la brecha entre quienes producen la riqueza y quienes se la apropian.
Los gremios observan con cautela la propuesta, conscientes de que una flexibilización encubierta podría erosionar décadas de conquistas laborales logradas desde el 17 de octubre de 1945 hasta hoy.
En definitiva, la promesa de “salarios dinámicos” y “modernización” suena menos a innovación que a una reedición de viejas recetas neoliberales: menos derechos, más incertidumbre.
Porque detrás de la palabra dinamismo puede esconderse una verdad más cruda: la del trabajador que vuelve a correr detrás de un salario que nunca alcanza.